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contaban. La coquetería y la petulancia de Morelli en este terreno no tenían
límite.
Leyendo el libro, se tenía por momentos la impresión de que Morelli había
esperado que la acumulación de fragmentos cristalizara bruscamente en una
realidad total. Sin tener que inventar los puentes, o coser los diferentes
pedazos del tapiz, que de golpe hubiera ciudad, hubiera tapiz, hubiera
hombres y mujeres en la perspectiva absoluta de su devenir, y que Morelli, el
autor, fuese el primer espectador maravillado de ese mundo que ingresaba en
la coherencia.
Pero no había que fiarse, porque coherencia quería decir en el fondo
asimilación al espacio y al tiempo, ordenación a gusto del lector-hembra.
Morelli no hubiera consentido en eso, más bien parecía buscar una
cristalización que, sin alterar el desorden en que circulaban los cuerpos de
su pequeño sistema planetario, permitiera la comprensión ubicua y total de
sus razones de ser, fueran éstas el desorden mismo, la inanidad o la
gratuidad. Una cristalización en la que nada quedara subsumido, pero donde un
ojo lúcido pudiese asomarse al calidoscopio y entender la gran rosa
policroma, entenderla como una figura, imago mundis que por fuera del
calidoscopio se resolvía en living room de estilo provenzal, o concierto de
tías tomando té con galletitas Bagley.
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El sueño estaba compuesto como una torre formada por capas sin fin que se
alzaran y se perdieran en el infinito, o bajaran en círculos perdiéndose en
las entrañas de la tierra. Cuando me arrastró en sus ondas la espiral
comenzó, y esa espiral era un laberinto. No había ni techo ni fondo, ni
paredes ni regreso. Pero había temas que se repetían con exactitud.
ANAÏS NIN, Winter of Artifice.
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Esta narración se la hizo su protagonista, Ivonne Guitry, a Nicolás Díaz,
amigo de Gardel en Bogotá.
«Mi familia pertenecía a la clase intelectual húngara. Mi madre era
directora de un seminario femenino donde se educaba la élite de una ciudad
famosa cuyo nombre no quiero decirle. Cuando llegó la época turbia de la
posguerra, con el desquiciamiento de tronos, clases sociales y fortunas, yo
no sabía qué rumbo tomar en la vida. Mi familia quedó sin fortuna, víctima de
las fronteras del Trianón (sic) como otros miles y miles. Mi belleza, mi
juventud y mi educación no me permitían convertirme en una humilde
dactilógrafa. Surgió entonces en mi vida el príncipe encantador, un
aristócrata del alto mundo cosmopolita, de los resorts europeos. Me casé con
él con toda la ilusión de la juventud, a pesar de la oposición de mi familia,
por ser yo tan joven y él extranjero.
Viaje de bodas. París, Niza, Capri. Luego, el fracaso de la ilusión. No
sabía adónde ir ni osaba contar a mis gentes la tragedia de mi matrimonio. Un
marido que jamás podría hacerme madre. Ya tengo dieciséis años y viajo como
una peregrina sin rumbo, tratando de disipar mi pena. Egipto, Java, Japón, el
Celeste Imperio, todo el Lejano Oriente, en un carnaval de champagne y de
falsa alegría, con el alma rota.
Corren los años. En 1927 nos radicamos definitivamente en la Côte d Azur.
Yo soy una mujer de alto mundo y la sociedad cosmopolita de los casinos, de
los dancings, de las pistas hípicas, me rinde pleitesía.
Un bello día de verano tomé una resolución definitiva: la separación. Toda
la naturaleza estaba en flor: el mar, el cielo, los campos se abrían en una
canción de amor y festejaban la juventud.
La fiesta de las mimosas en Cannes, el carnaval florido de Niza, la
primavera sonriente de París. Así abandoné hogar, lujo y riquezas, y me fui
sola hacia el mundo...
Tenía entonces dieciocho años y vivía sola en París, sin rumbo definido.
París de 1928. París de las orgías y el derroche de champán. París de los
francos sin valor. París, paraíso del extranjero. Impregnado de yanquis y
sudamericanos, pequeños reyes del oro. París de 1928, donde cada día nacía un
nuevo cabaret, una nueva sensación que hiciese aflojar la bolsa al
extranjero.
Dieciocho años, rubia, ojos azules. Sola en París.
Para suavizar mi desgracia me entregué de lleno a los placeres. En los
cabarets llamaba la atención porque siempre iba sola, a derrochar champaña
con los bailarines y propinas fabulosas a los sirvientes. No tenía noción del
valor del dinero.
Alguna vez, uno de aquellos elementos que me rodean siempre en aquel
ambiente cosmopolita, descubre mi pena secreta y me recomienda el remedio
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