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cho segu�a teniendo fe en su corazón. Y su corazón le hab�a dicho que
cavara donde hubieran ca�do sus l�grimas.
De repente, cuando estaba intentando sacar algunas piedras que
hab�an aparecido, el muchacho oyó pasos. Algunas personas se
acercaron a �l. Estaban contra la luna, y no pod�a ver sus ojos ni su
rostro.
-�Qu� est�s haciendo ah�? -preguntó uno de los bultos.
El muchacho no respondió. Pero tuvo miedo. Ahora ten�a un
tesoro para desenterrar, y por eso ten�a miedo.
-Somos refugiados de la guerra de los clanes -dijo otro bulto-.
Tenemos que saber qu� escondes ah�. Necesitamos dinero.
-No escondo nada -repuso el muchacho.
Pero uno de los reci�n llegados lo agarró y lo sacó fuera del agujero.
Otro comenzó a revisar sus bolsillos. Y encontraron el pedazo de oro.
-�Tiene oro! -exclamó uno de los asaltantes.
La luna iluminó el rostro del asaltante que lo estaba registrando y
�l pudo ver la muerte en sus ojos.
-Debe de haber m�s oro escondido en el suelo -dijo otro.
Y obligaron al muchacho a cavar. El muchacho continuó cavando
y no encontraba nada. Entonces empezaron a pegarle. Continuaron
peg�ndole hasta que aparecieron los primeros rayos del sol en el cielo.
Su ropa quedó hecha jirones, y �l sintió que su muerte estaba próxima.
� �De qu� sirve el dinero, si tienes que morir? Pocas veces el dinero
es capaz de librar a alguien de la muerte�, hab�a dicho el Alquimista.
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-�Estoy buscando un tesoro! -gritó finalmente el muchacho. E
incluso con la boca herida e hinchada a pu�etazos, contó a los
salteadores que hab�a so�ado dos veces con un tesoro escondido junto
a las Pir�mides de Egipto.
El que parec�a el jefe permaneció largo rato en silencio. Despu�s
habló con uno de ellos:
-Puedes dejarlo. No tiene nada m�s. Debe de haber robado este oro.
El muchacho cayó con el rostro en la arena. Dos ojos buscaron los
suyos; era el jefe de los salteadores. Pero el muchacho estaba mirando
a las Pir�mides.
-�V�monos! -dijo el jefe a los dem�s. Despu�s se dirigió al mucha-
cho-: No vas a morir -aseguró-. Vas a vivir y a aprender que el hombre
no puede ser tan est�pido. Aqu� mismo, en este lugar donde est�s t�
ahora, yo tambi�n tuve un sue�o repetido hace casi dos a�os. So��
que deb�a ir hasta los campos de Espa�a y buscar una iglesia en ruinas
donde los pastores acostumbraban a dormir con sus ovejas y que ten�a
un sicomoro dentro de la sacrist�a. Seg�n el sue�o, si cavaba en las
ra�ces de ese sicomoro, encontrar�a un tesoro escondido. Pero no soy
tan est�pido como para cruzar un desierto sólo porque tuve un sue�o
repetido.
Despu�s se fue.
El muchacho se levantó con dificultad y contempló una vez m�s
las Pir�mides. Las Pir�mides le sonre�an, y �l les devolvió la sonrisa,
con el corazón repleto de felicidad.
Hab�a encontrado el tesoro.
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EP�LOGO
El muchacho se llamaba Santiago. Llegó a la peque�a iglesia
abandonada cuando ya estaba casi anocheciendo. El sicomoro a�n
continuaba en la sacrist�a, y a�n se pod�an ver las estrellas a trav�s del
techo semiderruido. Recordó que una vez hab�a estado all� con sus
ovejas y que hab�a pasado una noche tranquila, aunque tuvo aquel
sue�o.
Ahora ya no ten�a el reba�o. En cambio, llevaba una pala consigo.
Permaneció mucho tiempo contemplando el cielo. Despu�s sacó
del zurrón una botella de vino y bebió. Se acordó de la noche en el
desierto, cuando tambi�n hab�a mirado las estrellas y bebido vino con
el Alquimista. Pensó en los numerosos caminos que hab�a recorrido y
en la extra�a manera que ten�a Dios de mostrarle el tesoro. Si no
hubiera cre�do en los sue�os repetidos, no habr�a encontrado a la
gitana, ni al rey, ni al ladrón, ni... �bueno, la lista es muy larga. Pero el
camino estaba escrito por las se�ales, y yo no pod�a equivocarme�, dijo
para sus adentros.
Se durmió sin darse cuenta y cuando despertó, el sol ya estaba alto.
Entonces comenzó a cavar en la ra�z del sicomoro.
�Viejo brujo -pensaba el muchacho-, lo sab�as todo. Incluso
guardaste aquel poco de oro para que yo pudiera volver hasta esta
iglesia. El monje se rió cuando me vio regresar con la ropa hecha
jirones. �No pod�as haberme ahorrado eso?�
�No -escuchó que respond�a el viento. Si te lo hubiese dicho, no
habr�as visto las Pir�mides. Son muy bonitas, �no crees?�
Era la voz del Alquimista. El muchacho sonrió y continuó
cavando. Media hora despu�s, la pala golpeó algo sólido. Una hora
despu�s ten�a ante s� un ba�l lleno de viejas monedas de oro espa�olas.
Tambi�n hab�a pedrer�a, m�scaras de oro con plumas blancas y rojas,
�dolos de piedra con brillantes incrustados. Piezas de una conquista
que el pa�s ya hab�a olvidado mucho tiempo atr�s, y que el conquista-
dor olvidó contar a sus hijos.
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El muchacho sacó a Urim y Tumim del zurrón, Hab�a utilizado las
piedras solamente una vez, una ma�ana en un mercado. La vida y su
camino estuvieron siempre llenos de se�ales.
Guardó a Urim y a Tumim en el ba�l de oro. Era tambi�n parte de
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