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Ahora todo ha terminado.
- IV -
-No, John, no ha concluido todo. No digáis aún que todo ha concluido. No lo digáis aún. He oído vuestras
nobles palabras, y no quiero marcharme sin deciros que me han llenado de hondo reconocimiento. No digáis
que todo ha concluido antes que el reloj haya sonado otra vez.
Dot, que entró poco después de Tackleton, había permanecido en la habitación. Ni siquiera miraba a
Tackleton; con los ojos fijos en su marido, se mantenía fuera de su alcance, dejando entre ella y él la mayor
distancia posible; y aunque hablase con el entusiasmo más apasionado que pueda imaginarse, no se acercó a
John ni siquiera en aquellos instantes de vivacidad. ¡Cuán diferente se mostró en este detalle de la Dot de
antes!
-No hay reloj que pueda hacer sonar para mí por segunda vez las horas pasadas, desgraciadamente -
replicó el mandadero con débil sonrisa-. Pero ya que lo queréis, sea así. Pronto sonará la hora; no tendremos
que aguardar largo tiempo. De buen grado realizaría cosas más difíciles por complaceros.
-Muy bien -murmuró Tackleton-. Es preciso que me marche, porque cuando la hora suene, debo estar en
camino para la iglesia. Buenos días, John Peerybingle. Siento privarme de vuestra compañía. Tanto por
dejaros como por las circunstancias.
-¿He hablado claramente? -preguntó John acompañándole hasta la puerta.
-¡Oh, muy claramente!
-¿Y os acordáis de lo que os he dicho?
-Sí, y si queréis que os lo exprese con claridad -dijo Tackleton, no sin haber tomado previamente la
prudente precaución de empezar a subir al coche-, debo deciros que ha sido para mí tan inesperado el lance,
que no es probable que lo olvide.
-Tanto mejor para los dos -repuso John-. Adiós. Buena suerte.
-Querría poder deciros lo mismo -dijo Tackleton-; pero ya no es factible, os doy por lo menos las gracias.
Y dicho sea entre nosotros -creo que ya os lo he significado-, no creo pasarlo peor en mi matrimonio, aunque
May no me haya hecho grandes demostraciones de cariño. Adiós. Cuidaos mucho.
John le siguió con la mirada hasta que la distancia le hizo aparecer lo suficientemente pequeño para
quedar oculto entre las flores y las cintas de su caballo. Entonces, exhalando un profundo suspiro, fuese a
vagar como alma en pena a la sombra de unos olmos vecinos con el propósito de no entrar en su casa hasta
que diese la hora.
Su mujercita, que había quedado sola, sollozaba amargamente; pero se enjugaba los ojos con frecuencia y
detenía el curso de sus lágrimas para decirse:
-¡Dios mío! ¡Qué bueno es!¡Qué excelente!
Y luego, una o dos veces se echó a reír con tanta cordialidad, con un aire de triunfo tan raro y de un modo
tan incoherente -puesto que no cesaba de llorar al mismo tiempo-, que Tilly se espantó sobremanera.
-¡Oh por Dios, no hagáis tal cosa! -dijo-. ¡Podríais matar al niño, por Dios!
-¿Le traerás alguna vez a su padre, Tilly, cuando yo no pueda vivir aquí y me haya vuelto a mi casa? -le
preguntó su señora enjugándose los ojos.
-¡Oh, por Dios! ¡No hagáis tal cosa! -exclamó Tilly desencajada y dando un aullido atroz, exactamente
igual a los de Boxer-. ¡Por Dios, no hagáis tal cosa! ¡Por Dios!, ¿qué habrá hecho todo el mundo a todo el
mundo para que todo el mundo sea tan desgraciado? ¡Uh, uh, uh, uh!...
La sensible Slowboy iba a lanzar un aullido tan terrible, a causa de los mismos esfuerzos que había hecho
para ahogarlo, que el chiquitín se hubiera despertado infaliblemente, experimentando un terror enorme,
seguido de lamentables consecuencias -de convulsiones probablemente-, si sus ojos no hubiesen hallado a
Caleb Plummer, que entraba con su hija. Llevada por la aparición de la visita al sentimiento de la mutua
conveniencia, quedó en silencio durante algunos minutos, abriendo la bocaza; luego corrió al galope hacia la
cama en que dormía el chiquitín y se puso a bailar una danza de bruja o baile de San Vito, al mismo tiempo
que hundía la cara y la cabeza en las sábanas, hallando gran consuelo sin duda en tan extraordinarios
ejercicios.
-¡Cómo! -exclamó Berta-, ¿no habéis asistido a la boda?
-Le dije, señora, que no asistiríais a ella -dijo Caleb en voz baja-. Sabía a qué atenerme en cuanto a vos.
Pero os aseguro, señora -dijo el hombrecito tomándole ambas manos con ternura-, que no doy importancia a
nada de lo que dicen. No les creo. Nada puedo hacer; pero esta insignificancia de hombre, antes se dejaría
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