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la que le daba prisa para marchar, puesto que �l deseaba pasar su examen antes de las
vacaciones.
Cuando llegó el momento de las despedidas, la se�ora Homais lloró; Justino sollozaba;
Homais, como hombre fuerte, disimuló su emoción, quiso �l mismo llevar el abrigo de su
amigo hasta la verja del notario, quien llevaba a León a Rouen en su coche.
�ste �ltimo ten�a el tiempo justo de decir adiós al se�or Bovary.
Cuando llegó a lo alto de la escalera, se paró porque le faltaba el aliento. Al verle
entrar, Madame Bovary se levantó con presteza.
-�Soy yo otra vez! -dijo León.
-�Estaba segura!
Emma se mordió los labios, y una oleada de sangre le corrió bajo la piel, que se volvió
completamente sonrosada, desde la ra�z de los cabellos hasta el borde de su cuello de
encaje. Permanec�a de pie, apoyando el hombro en el zócalo de madera.
-�No est� el se�or? -dijo �l.
-Est� ausente.
-Est� ausente -repitió.
Entonces hubo un silencio. Se miraron; y sus pensamientos, confundidos en la misma
angustia, se apretaban estrechamente, como dos pechos palpitantes.
-Me gustar�a besar a Berta -dijo León.
Emma bajó algunos escalones y llamó a Felicidad.
�l echó r�pidamente una amplia ojeada a su alrededor, que se extendió a las paredes, a
las estanter�as, a la chimenea, como para penetrarlo todo, llevarlo todo.
Pero ella volvió, y la criada trajo a Berta, que agitaba un molinillo de viento atado a un
hilo, con la cabeza abajo.
León la besó en el cuello varias veces.
-�Adiós!, �pobre ni�a!, �adiós, nuerida peque�a, adiós!
Y se la devolvió a su madre.
-Ll�vesela -dijo �sta.
Se quedaron solos, Madame Bovary, de espaldas, con la cara pegada a un cristal de la
ventana; León ten�a su gorra en la mano y la golpeaba suavemente a lo largo de su muslo.
-Va a llover -dijo Emma.
-�Ah!, tengo un abrigo -dijo �l.
Ella se volvió, barbilla baja y la frente hacia adelante. La luz le resbalaba como sobre
un m�rmol, hasta la curva de las cejas, sin que se pudiese saber to que miraba. Emma
miraba en el horizonte sin saber lo que pensaba en el fondo de s� misma.
-�Adiós! -suspiró �l.
Emma levantó la cabeza con un movimiento brusco:
-S�, adiós..., �m�rchese!
Se adelantaron el uno hacia el otro; �l tendió la mano, ella vaciló.
-A la inglesa, pues -dijo Emma �bandonando la suya, y esforz�ndose por re�r.
León la sintió entre sus dedos, y la sustancia misma de todo su ser le parec�a
concentrarse en aquella palma de la mano h� meda.
Despu�s abrió la mano; sus miradas volvieron a encontrarse, y desapareció.
Cuando llegó a la plaza del mercado, se detuvo, y se escondió detr�s de un pilar, a fin
de contemplar por �ltima vez aquella casa blanca con sus cuatro celos�as verdes. Creyó
ver una sombra detr�s de la ventana, en la habitación; pero la cortina, separ�ndose del
alzapa�o como si nadie la tocara, movió lentamente sus largos pliegues oblicuos, que de
un solo salto, se extendieron todos y quedó recta, m�s inmóvil que una pared de yeso.
León echó a correr.
Percibió de lejos, en la carretera, el cabriol� de su patrón y, al lado, a un hombre con
delantal que sosten�a el caballo. Ho mais y el se�or Guillaumin charlaban entre s�.
-Abr�ceme -dijo el boticario con l�grimas en los ojos-. Tome su abrigo, mi buen amigo;
tenga cuidado con el fr�o. �Cu�dese, mire por su salud!
-�Vamos, León, al coche! -dijo el notario.
Homais se inclinó sobre el guardabarros y con una voz entrecortada por los sollozos,
dejó caer estas dos palabras tristes:
-�Buen viaje!
-Buenas tardes, respondió el se�or Guillaumin. �Afloje las riendas!
Arrancaron y Homais se volvió.
Madame Bovary hab�a abierto la ventana que daba al jard�n, y miraba las nubes.
Se amontonaban al poniente del lado de Rouen, y rodaban r�pidas sus voluras negras,
de las que se destacaban por detr�s las grandes l�neas del sol como las flechas de oro de
un trofeo suspendido, mientras que el resto del cielo vac�o ten�a la blancura de una
porcelana. Pero una r�faga de viento hizo doblegarse a los �lamos, y de pronto empezó a
llover; las gotas crepitaban sobre las hojas verdes. Despu�s, reapareció el sol, cantaron las
gallinas, los gorriones bat�an sus alas en los matorrales h�medos y los charcos de agua
sobre la arena arrastraban en su curso las flores rosa de ,una acacia.
-�Ah!, �qu� lejos debe estar ya! -pensó ella.
El se�or Homais, como de costumbre, vino a las seis y media, durante la cena.
-Bueno -dijo sent�ndose--, �as� es que acabamos de embarcar a nuestro joven?
-�Eso parece! -respondió el m�dico.
Despu�s, volvi�ndose en su silla:
-�Y qu� hay de nuevo por su casa?
-Poca cosa. Unicamente que mi mujer esta tarde ha estado un poco emocionada. Ya
sabe, a las mujeres cualquier cosa les impresiona, �y a la m�a sobre todo!, y no
deber�amos ir en contra de ello, ya que su organización nerviosa es mucho m�s maleable
que la nuestra.
-�Ese pobre León! -dec�a Carlos-. �Cómo va a vivir a Par�s? �Se acostumbrar� a11�?
Madame Bovary suspiró.
-Ya lo creo -dijo el farmac�utico, chasqueando la lengua-, los platos finos en los [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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    Dawniej młodzi mężczyźni szukali sobie żon. Teraz wyszukują sobie teściów. Diana Webster

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